Hasta la corona del virus – Microrrelatos V
Aquí puedes leer algunos de los microrrelatos que hemos recibido durante el confinamiento por el coronavirus:
TODAS LAS COSAS QUE NUNCA TE DIJE
Avanzo por el pasillo del hospital con arcadas y una ansiedad que me puede. Mi mente está llena de palabras desordenadas, llenas de amor y verdad, pero tan resueltas que me provocan dolor de cabeza. Creo que voy a vomitar, entonces recuerdo que no como desde anoche. Quiero decirte tantas cosas. Sé que son muchas, sé que son importantes, vitales ahora mismo. Me echo a llorar. El espacio de un metro hasta donde estás se me hace lejano, como si estuviera a kilómetros, dudo que tenga fuerzas para recorrer ese metro. Una enfermera con mascarilla se me acerca, me sonríe con los ojos, me señala amablemente un asiento. Todo me da vueltas. De pronto, las palabras surgen como un torrente. Tantas cosas que nunca te dije me golpean.
Me levanto y me acerco. Allí estás, inmóvil, pálido y rodeado de un silencio escandaloso. Intento recordar cada palabra que quiero decirte. Me siento a tu lado, acuesto mi cara en tu frío pecho. En ese momento, me doy cuenta que solo hay algo que nunca te he dicho: “Por favor, quédate conmigo, por favor”, susurro entre lágrimas. Un rayo de Sol entra por la ventana, te miro y te escucho decir: “Su café, gracias”.
Verónica Martín León
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PEQUEÑOS RODEOS
Habían pasado tres años desde la última vez que se habían visto y cada día la distancia les había pesado. Un frío se les había instalado en los tejidos, en los huesos.
Contra todo pronóstico, se encontraron. Fue ese día jubiloso en que las criaturas pudieron, por fin, pisar las calles. Tres años de silencio. Otros tantos de fantasear con el encuentro. Con el abrazo.
Un momento de perplejidad, segundos de reconocimiento. Un temblor de piernas, el riesgo de que la otra lo note. Un comentario autoirónico, intercambio de frases hechas –“qué día tan especial, qué sol hace, qué felices se ven las niñas” –. Pequeños rodeos.
Veinte años de amistad, tres años cercadas por el hielo. Ni un abrazo. La nueva normalidad, implacable, no sabe de fríos y dolores personales. Así es como la gente se quiere ahora, a una segura distancia. Quién sabe cuánto tardará, así, en fundir el hielo.
Lucía Echevarría Vecino
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AL SOL
Vine a Nueva York acompañando a mi marido que viajaba por motivos de trabajo. Después de haber desayunado en la habitación quise tomar el sol y bajé al patio del hotel, un rellano abierto a la carretera con vistas panorámicas a la montaña. En primavera debió ser un paisaje precioso pero hoy tiene el color y la temperatura de la vida ya quemada .
Menos mal que cogí la pamela. Debería haber traído también algún libro, como el chico de la fila de atrás, que estaba leyendo cuando llegué y no ha dejado de hacerlo ni un momento. ¡Pobre chico!, es demasiado joven para leer tanto. Pero poco más se puede hacer aquí. ¡Qué situación más ridícula!, ¡toda la vida queriendo venir a Nueva York para estar aquí con estos! Parecen ejecutivos, vestidos como están de traje y corbata. ¡Cómo preferiría estar sola! Me quitaría los zapatos, que me tienen rígidas y doloridas las plantas de los pies, el fular rojo y las medias sudadas. Y, sobre todo, me subiría la falda.
Me angustia esta calma absoluta, este confinamiento absurdo que ni ellos ni yo hemos elegido, pero él no quiso que tuviéramos contacto entre nosotros ni tampoco con la calle y con la tierra. Casi 60 años llevo en esta silla, sola y aislada, amarrada a una vida en diferido de la que no sé si escaparé algún día. Edward Hopper me incluyó en su obra Gente al sol en el año 1960.
Mercedes Espín Coca
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DE NUEVO, NORMALIDAD
Hoy ha sido un gran día. En el metro he conocido a un fabuloso grupo, hace mucho que se reúnen siempre en el tercer vagón para charlar durante el trayecto.
Más tarde, esa misma mañana nos hemos cruzado con varias personas por la calle que no tenían precaución alguna. Juan se enfadaba bastante cuando se le acercaban.
En el trabajo parece que muchos ya se han olvidado de lo que se ha estado viviendo hace unos días. Algunos se hastiaban, pero a la mayoría solo parecía importarles volver a la normalidad lo antes posible.
El café lo hicimos en el bar de nuevo. La gente sonreía y hablaba a gritos contentos por poder volver a tomar algo. Todos excepto el camarero. Las mesas se llenaban de guantes y mascarillas mientras la gente desayunaba relajadamente. La verdad, era algo que necesitábamos.
Al volver dimos un paseo fumando. La mascarilla, como muchas otras, se quedó acompañando el dinero de la cuenta encima de la barra. Una compañera parecía incomoda, y que iba a decirnos algo al respecto, pero la voz del presidente en una radio muy alta la interrumpió.
“Los contagios están bajo mínimos, la vuelta a la normalidad está a…”
Seguimos andando hasta llegar de nuevo a la oficina, y esa misma tarde fue ella la que se fue sin la mascarilla.
En definitiva, un maravilloso día para reproducirse. Yo calculo que unos quince. Y tú, ¿a cuántos has contagiado hoy?
D. M. Deyan
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Hace ya unos meses nos despertamos encerradas en nuestras casas, en esos pequeños pisos agobiantes, tal vez compartiendo el espacio con personas que nos hacen sufrir o que simplemente no aguantamos. A lo mejor miramos con incredulidad la histeria colectiva de otros países. La verdad es que no parecía real hasta que llegó a nuestros hogares, cuando nos quedamos sin libertades, sin contacto social, con necesidad de afecto, pero al mismo tiempo con miedo al contagio, incluso miedo a las multas. Tal vez nos hayamos quedado sin ingresos familiares y hayamos tenido problemas para pagar las facturas. Quizás nos hemos enfermado del virus, desarrollando neumonía y lo hemos mantenido en secreto por miedo a denuncias y rechazos. Puede que hayamos sufrido la muerte de algún familiar y presenciado cómo otros casi moribundos ingresaban en el hospital. Tal vez… Sólo tal vez…
Sara Esteban Navarro
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